Texto y fotos: Julio Estrella @fotojestrella
En lugar de hablar mucho prefiere fijarse en los detalles. Todo lo que observa, lo relaciona con su modo de vida: el arte.
Los días de Daniel Naveda empiezan a las 06:00. A esa hora, considera que puede apreciar mejor lo que le rodea. Se fija, por ejemplo, en el amanecer de Quito, rodeado de volcanes. Y en el paisaje al que tiene acceso desde su vivienda, ubicada en San Vicente de las Casas, en las faldas del Pichincha.
Temprano sale de ahí, rumbo al semáforo de la Mariana de Jesús y Gaspar de Carvajal. De su mochila cuelgan las hula hula. Además lleva clavas y rodabola (tabla sobre un tubo de pvc y un banco). Lo acompañan su pareja, Karen, y su hijo, Dilan, de 3 años. También Amber, un perro al que encontraron en el barrio hace ocho meses y decidieron adoptar.
Amber no solo es parte del equipo, sino también del show de Daniel en el semáforo. Salta en medio del hula hula, guiado por el venezolano de 34 años.
Él prepara las presentaciones para alrededor de 40 segundos que dura el semáforo en rojo. Cuenta que en ese tiempo trata de sacar una sonrisa a su público, que lo observa desde el interior de los vehículos. “Ese momento es el mágico”.
Cada día, el tránsito es abundante hasta las 10:00. Pero a esa hora no terminan las actividades para Daniel y su familia. Para pulir sus habilidades él también se prepara junto a otros artistas circenses.
El martes se juntaron en la Casa Pukará para ensayar. Daniel llevó a Amber, al igual que la mayoría lo hizo con sus mascotas. En medio de luces de colores y música electrónica, los artistas realizaron un calentamiento inicial y luego practicaron malabares. Entre ellos se aconsejaban sobre cómo subir el nivel de dificultad en sus presentaciones.
Daniel está vinculado al arte hace 15 años. De niño aprendió a hacer malabares y entre los 15 y 19 se presentaba en semáforos en Venezuela. Pero tiene otras habilidades de las que ha vivido y que procura mantener.
Cuenta que su hermano hacía skate y él aprendió. Eso lo introdujo en el mundo urbano. De hecho, conoció a Karen mientras ambos grafiteaban siendo adolescentes.
Ambos montaron un taller de serigrafía y hacían estampados en su país. De eso vivieron hasta hace cinco años, cuando salieron de Venezuela. Daniel cuenta que la decisión de viajar la tomó tras un taller, en el que se encerraron una semana para perfeccionar los malabares.
Luego de salir de su país, la pareja vivió dos años en Colombia y hace tres llegaron a Ecuador. Aquí han llevado su arte por Guayaquil, Baños, Manta, Portoviejo e Ibarra.
“Mi fuerte es el equilibrio en la rodabola”, dice Daniel. Pero trabaja para lograr la manipulación de varios elementos a la vez en sus presentaciones. Es su objetivo a corto plazo.
Su interés por la cultura urbana y su gusto por el dibujo también lo llevaron a relacionarse con los tatuajes. Un amigo le regaló una máquina y desde hace tres años los realiza. “Siempre he hecho graffiti, pero aquí en Ecuador los enmarco para que sea más profesional”, cuenta, y asegura que todo lo ha aprendido por su propia cuenta.
El gusto por crear está en la familia. Karen no hace malabares pero realiza libretas de cuero, obras en cerámica y diademas. Dilan, mientras tanto, es como una esponja que absorbe todo lo que le rodea, describe su papá.
Daniel cree que, seguramente, el camino recorrido y la relación con el arte dejarán algo en su hijo. Si es así, “será lo que él elija”. El pequeño imita todo lo que ve en su día a día. Pinta, intenta hacer malabares y canta.
Aunque parecería que la vida de Daniel gira alrededor de mostrar y potenciar sus habilidades, no es así. El tiempo en familia también es clave. Juntos –dice- la simple caminata hacia el semáforo es un disfrute.
Si en el camino se cruza un parque, se detienen y también lo aprovechan. “No siempre es necesario tener mucho dinero para disfrutar”, dice Daniel.