Foto y textos: José Beltrán. IG: @jgbbfima
Algo sorprendente del montañismo para mí es que a pesar de que vayas cientos de veces a un lugar, nunca será exactamente igual. Existen mil cosas que lo hacen diferente, el clima, la época del año, tu preparación física, la compañía, etc.
Los sentimientos generados al llegar a una cumbre también son diferentes en cada ocasión, pasan de una sensación de logro personal, por nostalgia de recuerdos, alegría de un grupo cumpliendo objetivos, hasta el miedo al darte cuenta de que únicamente has cubierto la mitad del camino.
Mi historia con la montaña empieza con los relatos de mi abuelito Gustavo, que a su vez le había transmitido su abuela, sobre las impresionantes erupciones del Cotopaxi y cómo se vivieron desde el poblado de Saquisilí.
Desde el patio de nuestra casa de ese entonces podíamos ver al coloso. Seguramente, tarde tras tarde, este deseo de subir un día hasta su cumbre se fue forjando.
Me encantaba verlo en la carretera cuando salíamos paseando hacia el sur, alguna vez con mi tío avanzamos hasta la laguna de Limpiopungo dentro del Parque Nacional Cotopaxi, y después hacia el Refugio José Ribas, todos querían quedarse hasta ahí debido al cansancio y la altura, pero yo tenía un deseo superfuerte de continuar, no entendía por qué desde ahí en adelante estaba restringido el paso, y había una gran cruz roja que decía peligro.
Tuvieron que pasar varios años, entrenamientos y aprendizajes para poder cruzar ese límite, continuar mi caminata y conocer su cumbre. Por coincidencias de la vida ingresé al Colegio San Gabriel, donde fue mi rector el mismísimo padre José Ribas, un jesuita español que vino al Ecuador y se quedó aquí, en gran parte por su amor a las montañas, quien nos lo supo inculcar a todos los ‘chucaritos’ que deseábamos entrar al Club de Andinismo del colegio.
De ahí en adelante, una vez que conocí esa sensación de libertad al estar en las alturas, nunca más pude alejarla de mi vida, viajé por muchos lugares del mundo, pero deseando todo el tiempo volver a nuestros bellos Andes.
Siempre he sentido que la montaña no es un lugar donde arriesgo mi vida, para mí es todo lo contrario. En realidad, la montaña me ha salvado la vida en innumerables ocasiones, me ha regalado grandes amigos, momentos inolvidables e incluso a mi esposa y compañera de todos estos años de caminos y aventuras.